Leonardo Kreimer: El Dique





Variaciones sobre la irrealidad


El actor y director dice que “el teatro es el artificio y la nada misma, y el público debe conocer la trampa y ser cómplice”. Montó una versión de la premiada The Weir, de Conor McPherson.

Que lo irreal se entrometa en la realidad al extremo de que el espectador no sepa a qué mundo pertenecen sus percepciones, y más todavía, que lo visto no es lo que creyó ver, y tal vez pertenezca al mundo de sus fantasías, fue suficiente desafío para que el actor, director y dramaturgista Leonardo Kreimer se atreva a escenificar la premiada The Weir, pieza del dublinés Conor McPherson, también guionista que disfruta del cine de terror, tal como lo demostró en El eclipse, de 2009, y Los pájaros, que dirigió. Kreimer adaptó la obra bajo el título de El Dique y la estrenó en El Camarín de las Musas, convencido de hallar “una zona intermedia entre ese teatro centrado en la palabra y el nuestro, mucho más físico”. Con ánimo de completar el clima, dejó atrás a la Irlanda de las tradiciones celtas y ubicó la acción en un bar del sur argentino, “en un pequeño pueblo habitado por hijos y nietos de los primeros pobladores”, según cuenta en diálogo con Página/12, cumpliendo el deseo de “trabajar con personajes que nunca salieron de su pueblo y, por eso mismo, poseen una idiosincrasia bastante particular”.

–Un pueblo que además guarda el misterio de una casa habitada por espectros. Lo peculiar es que el elemento perturbador no es tanto ése como el conflicto de una muchacha decidida a alquilarla.

–Ella viene de Buenos Aires, y ese es un dato más para que esos muchachos reunidos en el bar se empeñen en asustarla con historias sobrenaturales.

–¿Le interesa especialmente ese mundo de hombres solos? En una puesta anterior, El dealer manda, de Patrick Marber, mostró también a un grupo de hombres reunidos en un espacio acotado y se refirió a la vida “pensada en términos de juego”. ¿Encaró algo semejante en El Dique?

–Aunque distintas, estas obras se relacionan en el sentido de retratar el universo masculino en su brutalidad, pero también en sus matices. Aquellos personajes se conocían bien y jugaban al poker, donde las relaciones humanas están sujetas a un mazo de barajas.

–¿Cómo se resuelve en escena un texto, como el de McPherson, “a medio camino del cuento de terror y lo dramático”?

–Generando la misma tensión que nos causa la lectura de una historia de horror. Cuando era chico y me juntaba con amigos y compañeros en una reunión o en un campamento, contábamos historias sobre hechos sobrenaturales que nos mantenían en vilo. En El Dique, intento producir esa tensión, pero a través de acciones, porque en el teatro no se trata de relatar una historia sino que ésta suceda. Otro desafío fue trabajar sobre las dos facetas que para mí son propias del teatro. Una es la del artificio y la mentira, el uso y abuso de todos los trucos y todas las trampas para, con todo eso, construir la “verdad del teatro”. Pero no quedarme ahí, sino mostrar, en una segunda etapa, un escenario desnudo. En esta obra, ese escenario está representado por una actriz, una luz y “ese algo que está pasando”.

–¿Ese desmantelamiento de lo hecho supone hacer del espectador un cómplice?

–Para mí, el teatro es el artificio y la nada misma y el público debe conocer la trampa y ser cómplice.

–Pero antes lo engaña...

–Sí, pero sólo al comienzo. La complicidad es fundamental en el teatro. Está claro que en una función nos hallamos todos en un mismo recinto, donde “la obra se va haciendo”, y que no es lo mismo una función con tres espectadores que una con seiscientos. Tampoco la obra es igual para el espectador que la recibe riendo sin parar, como para aquel otro al que la broma le pasa desapercibida. Aclaro que a mí no me gusta provocar al público, aunque en El Dique la tentación es grande. Uno podría asustar, pero es necesario olvidarse de eso. Al espectador hay que darle seguridad para que se sienta parte del hecho teatral.

–Estudió con el actor, dramaturgo y director Ricardo Bartís, con el director Raúl Serrano, trabajó en cine, radio y TV. En teatro, ¿cuánto influyó en su formación participar en el espectáculo Período Villa Villa, de la compañía De la Guarda, que inicialmente dirigieron Pichón Baldinú y Dicky James?

–Mucho, aunque mis obras son distintas. Pichón me convocó también en 2007 para el espectáculo Hombre Vertiente, que interpreto y estrenamos en España en 2008. Lo mostramos también acá y, probablemente, volvamos a presentarlo en noviembre, en la Sala Villa Villa, del Centro Cultural Recoleta. El año próximo, saldremos de gira por Brasil y México. Participé también de la miniserie Embarcados y en la película Días de vinilo, ópera prima de Gabriel Nesci. Ahora, estoy a la espera del estreno de otra película, Todos contentos, de Eduardo Milewicz. En radio, trabajé con Sebastián Wainraich, en la FM Sol, que ya no existe. Fue hace quince años. El programa se llamaba La suerte no está echada, y pasábamos rock nacional. En el universo de espectros de El Dique hay una rockola y música de Maná. El riesgo en el rock fue mermando cuando dejó de romper estructuras. Cuesta el recambio generacional. Lamento profundamente la muerte de Alberto Spinetta, la enfermedad de Gustavo Cerati, las muertes de María Grabriela Epumer y Adrián Otero... Para mi generación el rock era otra cosa, era una actitud.

–¿También el teatro debe romper estructuras?

–El teatro es una de las artes más viejas del mundo, con lo cual su evolución es mucho más profunda. Uno dice, a veces, que no hay nada más por romper, por toda la historia que nos precede, pero creo que superamos esa instancia. Si hablamos de Buenos Aires, decimos que los noventa generaron una anestesia de los sentidos, pero no fue tan así. Ahora valoramos expresiones teatrales de los ’90. El teatro tiene esa cosa maravillosa de ser antiguo e innovador, sobre todo en Buenos Aires. He visto trabajos increíbles de Pichón. Mi generación cambió cuando vio Período Villa Villa y las propuestas de Ricardo Bartís. Hoy tenemos muchos creadores. Algunos se han pasado al teatro comercial y están ofreciendo otra perspectiva desde ese ámbito. Entre los independientes, me interesa lo que está haciendo Alejandro Catalán, que tiene mi edad, y Ciro Zorzoli, que propone una relectura del teatro. El teatro independiente es ahora más profesional. Ya no alcanza con juntarnos, poner plata y buscar un sótano. Después de Cromañón hubo que poner a punto un montón cosas, organizarse de otra manera, y eso generó una nueva creatividad.

Fuente: Página/12

La obra
Los cambios de percepción

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